miércoles, 25 de julio de 2012

El delito de Hamza Kashgari

Creo que es importante difundir el caso del periodista saudita Hamza Kashgari, joven de 24 años, quien se encuentra detenido en su país acusado de apostasía y por lo tanto enfrentado la posibilidad de la pena capital que en Arabia Saudita se paga muchas veces con la decapitación.


¿Cuál fue su delito? Bueno, tuvo la irreverencia de twittear lo siguiente:
  • “En tu día, no te reverenciaré. No besaré tu mano. Por el contrario, te extenderé la mano como a un igual y te sonreiré como tú me sonríes. Te hablaré como a un amigo, no más.”
  • “En tu día, te encuentro en donde voltee. Te diré que he amado muchos aspectos de ti, odiado otros y podría no entender muchos más.”
  • “En tu día, diré que he amado el rebelde en ti, que tú has sido siempre una fuente de inspiración para mí y que no me gustan los halos de divinidad que te rodean. No oraré por ti.”
Estas frases han ocasionado las más feroces reacciones, no sólo de los más respetables curadores de la fe islámica, sino, como es de esperar, de muchos creyentes de todas las nacionalidades, quienes consideran dichas frases como insultantes contra el Profeta Mahoma y por lo tanto contra toda la fe musulmana.
En algunas tradiciones religiosas, insultar a dios u ofender a su mensajero es un pecado que no puede ser perdonado. Quizá esto nos parezca excesivo, producto del fanatismo religioso, pero es así como se formaron las tres religiones monoteístas de origen abrahánico. La piedra angular de dichas religiones es el temor a dios y el sometimiento a su voluntad sin reparos (Aunque te pida que mates a tu hijo). La adoración a otros dioses paganos era un delito que se pagaba con la vida, basta leer algunos pasajes del antiguo testamento para entender este comportamiento (Éxodo. 35: 15-29, Deuteronomio 13:7-11). El Islam, que se nutre de la misma tradición y que no ha dejado que sus costumbres pasen por el tamiz de la razón, permanece como una de las religiones más primitivas en sus prácticas y concepciones.
Quizá para entender lo anterior sería oportuno escuchar el siguiente video, en donde uno de los más respetados clérigos de Arabia Saudita da su parecer sobre los escritos de Hamza Kashgari, llamando a que dicho periodista sea ejecutado, como se solía hacer en la antigüedad. Luego de escuchar este video, quizá alguno de ustedes sienta un escalofrío y agradecido de haber nacido en una sociedad libre o casi libre, donde, por lo menos, por opiniones o escritos, por más terribles y heréticos que puedan resultar, tu cabeza no corra peligro.

La búsqueda de la verdad



La Religión y la Ciencia han sido, sobre todo, una manera en que el ser humano instintivamente ha reaccionado para entender este mundo, para encontrar una respuesta a esa pregunta trascendental que el hombre se ha hecho a lo largo de su existencia: ¿cuál es el sentido de la vida? ¿Para qué estamos aquí, quién nos ha creado y cuál debe ser nuestro destino?.

Nietzsche dijo alguna vez algo así: si quieres tener paz y tranquilidad en el espíritu, cree; pero si quieres la verdad, búscala. He ahí los caminos que tenemos, la fe y la razón, aunque quizá haya otros. Si quieres la paz adopta una religión, elige cualquiera, todas son buenas, todas te hablan de un ser supremo que de una u otra manera nos ha creado y ha fijado nuestro destino. Todas las respuestas las encontrarás en una religión, !tienen casi todas las respuestas¡¡¡, hasta para las preguntas más desesperadas, y si no la tienen, no faltará un iluminado que te encontrará una respuesta que se ajuste a las sagradas escrituras, a la enseñanzas del maestro, u otra variante.

El otro camino es más difícil y, hasta donde he podido hurgar, no ofrece ninguna respuesta contundente, sólo ofrece preguntas y mientras más buscas más preguntas encontrarás. Para el sentido de la vida, no tiene repuesta; para quién nos creó, tampoco; se plantean teorías, pero hasta ahora todas han quedado en eso, hipótesis que quizá nunca podrán comprobarse.

Y como el Antoine de los "400 golpes" de François Truffaut, desesperado buscando una verdad, no encuentro sino el mar, el inmenso mar frente a mí, que me invita a entrar, aunque sepa que mi destino no sea más que la muerte en mi infinita ignorancia.

Sin embargo, hay algo digno en no entregarse a la verdad fácil, a esa que ofrece contradicciones y vacíos en cada rincón, una verdad que cada vez se hace más vieja y menos verosímil, una verdad cuyos dogmas resultan tan primitivos y tan elementales que uno se pregunta hasta cuándo podrán resistir el paso del tiempo y la evolución del entendimiento humano.

La religión ha ayudado a los grupos humanos a convivir en cierto grado de armonía y orden. ¿Cuál hubiera sido el derrotero de las sociedades sin la religión?, es una pregunta que queda en el campo de la ucronía, pero lo que quizá sí se pueda medir es el impacto que ha tenido en nuestra manera de pensar y entender nuestra cosmogonía. A algunas sociedades la religión, cual virus de la gripe, la ha cogido con mucha fuerza y ha seteado los cerebros de sus individuos, de tal manera que se necesitarán muchas generaciones para encontrar el hilo de la madeja que los saque de su ignorancia.

Hay que resolver la ecuación de la religión con algún método que, finalmente, permita al ser humano escapar de ese vicio eterno en el que se encuentra y que sólo con la razón y el entendimiento podemos curar.

¿Qué ganamos despojándonos de la religión? Quizá nada, quizá todo. Nada, porque el hombre que anhela certitudes no puede vivir en un mundo donde no tenga un punto en donde apoyarse. Pero ganamos todo si logramos entender que hemos dado el paso más importante en la historia de la humanidad, al lograr salir del vicio de las religiones, de ese estado primitivo al que llegamos debido a nuestra ignorancia y desesperación, y por fin conocernos soberanos de nuestro destino.

Salir de una religión es entender que la moral es un producto social; es aceptar que lo que nos sucede a diario, no está prefijado por la mano omnipotente de un ser superior, sino determinado por el azar o por reglas que aún no logramos entender; que vivir en paz y prosperidad, depende de nuestras decisiones y de cómo decidamos organizarnos;  que los desastres naturales obedecen a leyes físicas, y no a castigos divinos; que nuestras desgracias no son obra de dios ni del diablo, sino  consecuencias de nuestros actos y de los demás; y, finalmente, implica entender que tenemos el infinito frente a nosotros para comprenderlo, aunque una vida no nos sea suficiente para ello.

La muerte merece un párrafo aparte. La muerte es el anzuelo que la religión nos ha sembrado al final de nuestro viaje terrenal para doblegar cualquier intento irreverente de sentirnos dueños de nuestro destino, es el momento cuando el sacerdote, muy cómodo, sabedor de su mejor posicion, se acerca a nosotros con un aire paternal y nos ofrece el paraíso y nosotros por temor a lo que nos espera al otro lado del rio o, más bien, gracias a un frío cálculo, nos sometemos, temerosos de dios. ¿Cómo debe quemar en el infierno, no? Al final, somos seres humanos, débiles e imperfectos, calculadores y algo inteligentes. Como decía Ortega y Gasset, tengo dos opciones: creer en dios o no creer. Si creo y dios existe, me voy al paraíso, pero si no existe, pues “que no pasa nada”. Pero si no creo y Dios existe, me quemo en el infierno. Simple teoría de juegos.


miércoles, 11 de julio de 2012

Cuando los reyes compraban su entrada en el paraíso


Hace unos días tuve la suerte de visitar uno de los monumentos renacentistas más bellos que ofrece España, el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ubicado en el pueblo de El Escorial, a una hora de Madrid, que fue mandado a construir en 1563 por Felipe II, hijo del Emperador Carlos V. Felipe II, quien también se encargó de mudar la capital del Reino a Madrid en 1561, por entonces un pueblo menor (más ciudad era Toledo o Segovia), quiso establecerse en España, a diferencia de su padre  quien siempre anduvo viajando por el resto de Europa. Para cumplir con el deseo de su padre y asegurar el culto al panteón familiar, mandó a construir el inmenso Palacio-Monasterio que le llevó 21 años concluir.

En el corazón del  Monasterio, uno puede visitar el panteón real, recinto lujoso, donde yacen los restos de los reyes de las dos dinastías que gobernaron el Reino Ibérico, los Austrias y los Borbones. Curioso es que a un lado del panteón se encuentran los reyes y al otro, las reinas. Pero en el caso de éstas, sólo aquellas progenitoras del rey sucesor. Así, en el caso de Felipe II, se ubica, su cuarta esposa, Ana de Austria, madre de Felipe III. Más adelante encontramos ambientes mortuorios  para las tumbas de los infantes e infantas.

Me llamó mucho la atención que estos ambientes mortuorios se encontraran en el corazón de un monumento dedicado a la contemplación y la oración a Dios, como queriendo ubicar en el corazón de lo más sagrado los restos de la realeza, de manera que se les asegure el ingreso directo al paraíso. Ilusa pretensión.

En ese momento que recorría los laberintos interminables de El Escorial vinieron a mi mente dos ideas clave en este mundo de las religiones. La primera fue esta relación entre poder y religión, una convivencia que data desde los orígenes del hombre, en donde a través de una connivencia mutuamente beneficiosa, ambos instituciones han recorrido un largo viaje por la historia, que ha llegado a nuestros días fundido en una alianza que a veces nos es difícil discernir y separar de manera adecuada en nuestras instituciones político-sociales. Una pequeña muestra, al paso, de ello, es el hecho que muchos sociólogos señalen que en sociedades como las nuestras, el político se puede pelear con todos menos con la iglesia, pues su caída sería inminente.

La otra idea, fue aquella de cómo las mentiras o alucinaciones colectivas pueden tener efectos reales. El Escorial es una de ellas, una inmensa construcción, considerada como la octava maravilla desde el siglo XVI, un desperdicio de energías, vidas y riquezas, que hoy sirve de museo, universidad, pequeño monasterio de clausura, etc., pero creo que nunca terminará de pagar su precio, salvo que la estética lo justifique todo.

Las monarquías permanecen en las modernas sociedades europeas como vestigios de nuestro medievalismo, de nuestro comprensible estado de estupidez al que nos llevó algún vez la irracionalidad.