La Religión y la Ciencia han sido,
sobre todo, una manera en que el ser humano instintivamente ha reaccionado para
entender este mundo, para encontrar una respuesta a esa pregunta trascendental
que el hombre se ha hecho a lo largo de su existencia: ¿cuál es el sentido de
la vida? ¿Para qué estamos aquí, quién nos ha creado y cuál debe ser nuestro
destino?.
Nietzsche dijo alguna vez algo
así: si quieres tener paz y tranquilidad en el espíritu, cree; pero si quieres
la verdad, búscala. He ahí los caminos que tenemos, la fe y la razón, aunque quizá
haya otros. Si quieres la paz adopta una religión, elige cualquiera, todas son
buenas, todas te hablan de un ser supremo que de una u otra manera nos ha
creado y ha fijado nuestro destino. Todas las respuestas las encontrarás en una
religión, !tienen casi todas las respuestas¡¡¡, hasta para las preguntas más
desesperadas, y si no la tienen, no faltará un iluminado que te encontrará una
respuesta que se ajuste a las sagradas escrituras, a la enseñanzas del maestro,
u otra variante.
El otro camino es más difícil y,
hasta donde he podido hurgar, no ofrece ninguna respuesta contundente, sólo
ofrece preguntas y mientras más buscas más preguntas encontrarás. Para el
sentido de la vida, no tiene repuesta; para quién nos creó, tampoco; se
plantean teorías, pero hasta ahora todas han quedado en eso, hipótesis que quizá nunca podrán
comprobarse.
Y como el Antoine de los "400
golpes" de François Truffaut, desesperado buscando una verdad, no encuentro sino
el mar, el inmenso mar frente a mí, que me invita a entrar, aunque sepa que mi
destino no sea más que la muerte en mi infinita ignorancia.
Sin embargo, hay algo digno en
no entregarse a la verdad fácil, a esa que ofrece contradicciones y vacíos
en cada rincón, una verdad que cada vez se hace más vieja y menos verosímil,
una verdad cuyos dogmas resultan tan primitivos y tan elementales que uno se
pregunta hasta cuándo podrán resistir el paso del tiempo y la evolución del
entendimiento humano.
La religión ha ayudado a los
grupos humanos a convivir en cierto grado de armonía y orden. ¿Cuál hubiera sido
el derrotero de las sociedades sin la religión?, es una pregunta que queda en el campo
de la ucronía, pero lo que quizá sí se pueda medir es el impacto que ha tenido
en nuestra manera de pensar y entender nuestra cosmogonía. A algunas sociedades
la religión, cual virus de la gripe, la ha cogido con mucha fuerza y ha seteado los cerebros de sus individuos,
de tal manera que se necesitarán muchas generaciones para encontrar el hilo de
la madeja que los saque de su ignorancia.
Hay que resolver la ecuación de
la religión con algún método que, finalmente, permita al ser humano escapar de ese
vicio eterno en el que se encuentra y que sólo con la razón y el entendimiento
podemos curar.
¿Qué ganamos despojándonos de la religión?
Quizá nada, quizá todo. Nada, porque el hombre que anhela certitudes no puede
vivir en un mundo donde no tenga un punto en donde apoyarse. Pero ganamos todo
si logramos entender que hemos dado el paso más importante en la historia de la
humanidad, al lograr salir del vicio de las religiones, de ese estado primitivo
al que llegamos debido a nuestra ignorancia y desesperación, y por fin conocernos
soberanos de nuestro destino.
Salir de una religión es entender
que la moral es un producto social; es aceptar que lo que nos sucede a diario,
no está prefijado por la mano omnipotente de un ser superior, sino determinado
por el azar o por reglas que aún no logramos entender; que vivir en paz y
prosperidad, depende de nuestras decisiones y de cómo decidamos organizarnos; que los desastres naturales obedecen a leyes físicas,
y no a castigos divinos; que nuestras desgracias no son obra de dios ni del
diablo, sino consecuencias de nuestros actos y de los demás; y, finalmente,
implica entender que tenemos el infinito frente a nosotros para comprenderlo,
aunque una vida no nos sea suficiente para ello.
La muerte merece un párrafo aparte. La muerte es
el anzuelo que la religión nos ha sembrado al final de nuestro viaje terrenal
para doblegar cualquier intento irreverente de sentirnos dueños de nuestro
destino, es el momento cuando el sacerdote, muy cómodo, sabedor de su mejor posicion, se acerca a nosotros con un aire
paternal y nos ofrece el paraíso y nosotros por temor a lo que nos espera al
otro lado del rio o, más bien, gracias a un frío cálculo, nos sometemos, temerosos
de dios. ¿Cómo debe quemar en el infierno, no? Al final, somos seres humanos, débiles
e imperfectos, calculadores y algo inteligentes. Como decía Ortega y Gasset,
tengo dos opciones: creer en dios o no creer. Si creo y dios existe, me voy al
paraíso, pero si no existe, pues “que no pasa nada”. Pero si no creo y Dios
existe, me quemo en el infierno. Simple teoría de juegos.
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