miércoles, 25 de julio de 2012

La búsqueda de la verdad



La Religión y la Ciencia han sido, sobre todo, una manera en que el ser humano instintivamente ha reaccionado para entender este mundo, para encontrar una respuesta a esa pregunta trascendental que el hombre se ha hecho a lo largo de su existencia: ¿cuál es el sentido de la vida? ¿Para qué estamos aquí, quién nos ha creado y cuál debe ser nuestro destino?.

Nietzsche dijo alguna vez algo así: si quieres tener paz y tranquilidad en el espíritu, cree; pero si quieres la verdad, búscala. He ahí los caminos que tenemos, la fe y la razón, aunque quizá haya otros. Si quieres la paz adopta una religión, elige cualquiera, todas son buenas, todas te hablan de un ser supremo que de una u otra manera nos ha creado y ha fijado nuestro destino. Todas las respuestas las encontrarás en una religión, !tienen casi todas las respuestas¡¡¡, hasta para las preguntas más desesperadas, y si no la tienen, no faltará un iluminado que te encontrará una respuesta que se ajuste a las sagradas escrituras, a la enseñanzas del maestro, u otra variante.

El otro camino es más difícil y, hasta donde he podido hurgar, no ofrece ninguna respuesta contundente, sólo ofrece preguntas y mientras más buscas más preguntas encontrarás. Para el sentido de la vida, no tiene repuesta; para quién nos creó, tampoco; se plantean teorías, pero hasta ahora todas han quedado en eso, hipótesis que quizá nunca podrán comprobarse.

Y como el Antoine de los "400 golpes" de François Truffaut, desesperado buscando una verdad, no encuentro sino el mar, el inmenso mar frente a mí, que me invita a entrar, aunque sepa que mi destino no sea más que la muerte en mi infinita ignorancia.

Sin embargo, hay algo digno en no entregarse a la verdad fácil, a esa que ofrece contradicciones y vacíos en cada rincón, una verdad que cada vez se hace más vieja y menos verosímil, una verdad cuyos dogmas resultan tan primitivos y tan elementales que uno se pregunta hasta cuándo podrán resistir el paso del tiempo y la evolución del entendimiento humano.

La religión ha ayudado a los grupos humanos a convivir en cierto grado de armonía y orden. ¿Cuál hubiera sido el derrotero de las sociedades sin la religión?, es una pregunta que queda en el campo de la ucronía, pero lo que quizá sí se pueda medir es el impacto que ha tenido en nuestra manera de pensar y entender nuestra cosmogonía. A algunas sociedades la religión, cual virus de la gripe, la ha cogido con mucha fuerza y ha seteado los cerebros de sus individuos, de tal manera que se necesitarán muchas generaciones para encontrar el hilo de la madeja que los saque de su ignorancia.

Hay que resolver la ecuación de la religión con algún método que, finalmente, permita al ser humano escapar de ese vicio eterno en el que se encuentra y que sólo con la razón y el entendimiento podemos curar.

¿Qué ganamos despojándonos de la religión? Quizá nada, quizá todo. Nada, porque el hombre que anhela certitudes no puede vivir en un mundo donde no tenga un punto en donde apoyarse. Pero ganamos todo si logramos entender que hemos dado el paso más importante en la historia de la humanidad, al lograr salir del vicio de las religiones, de ese estado primitivo al que llegamos debido a nuestra ignorancia y desesperación, y por fin conocernos soberanos de nuestro destino.

Salir de una religión es entender que la moral es un producto social; es aceptar que lo que nos sucede a diario, no está prefijado por la mano omnipotente de un ser superior, sino determinado por el azar o por reglas que aún no logramos entender; que vivir en paz y prosperidad, depende de nuestras decisiones y de cómo decidamos organizarnos;  que los desastres naturales obedecen a leyes físicas, y no a castigos divinos; que nuestras desgracias no son obra de dios ni del diablo, sino  consecuencias de nuestros actos y de los demás; y, finalmente, implica entender que tenemos el infinito frente a nosotros para comprenderlo, aunque una vida no nos sea suficiente para ello.

La muerte merece un párrafo aparte. La muerte es el anzuelo que la religión nos ha sembrado al final de nuestro viaje terrenal para doblegar cualquier intento irreverente de sentirnos dueños de nuestro destino, es el momento cuando el sacerdote, muy cómodo, sabedor de su mejor posicion, se acerca a nosotros con un aire paternal y nos ofrece el paraíso y nosotros por temor a lo que nos espera al otro lado del rio o, más bien, gracias a un frío cálculo, nos sometemos, temerosos de dios. ¿Cómo debe quemar en el infierno, no? Al final, somos seres humanos, débiles e imperfectos, calculadores y algo inteligentes. Como decía Ortega y Gasset, tengo dos opciones: creer en dios o no creer. Si creo y dios existe, me voy al paraíso, pero si no existe, pues “que no pasa nada”. Pero si no creo y Dios existe, me quemo en el infierno. Simple teoría de juegos.


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